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Testimonios
& Críticas
Elisabeth van Moere
El arte en general, la música y la
danza en particular, fueron siempre de gran importancia
en la vida de mis padres. Desde muy joven,pues, fui llevada
a conciertos y espectáculos. Y es así que
a la edad de 7 años, descubrí a la compañía
del Marqués de Cuevas, durante sus míticas
temporadas parisienses.
De todos los solistas, bailarinas de renombre
y danseurs también célebres, uno entre ellos
me espantó particularmente: interpretaba el rol del
traidor que se hacía asesinar en el ballet “Doña
Inés de Castro”. Era Wladimir Skouratoff.
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“Doña Inés de Castro”
con Skouratoff (izquierda) y Ricarda (centro)
(Foto: Serge Lido)
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Yo había escuchado hablar de él por partida
doble: por cierto y antes que nada, porque era uno de los
más prestigiosos bailarines de la compañía,
y asimismo porque era el hijo de una amiga de una de mis
tías rusas, que vivía con nosotros y que me
había aleccionado sobre él. Volviendo a pensarlo
ahora, creo que no habría tenido necesidad de sus
recomendaciones; aún para una niña de 7 años,
su talento hablaba de sí mismo, a tal punto que todavía
existen en mi memoria grandes pasajes de los ballets que
tuve la suerte de verlo bailar.
Lo vi también en ese período,
en “Bolero” y en “Idylle”. Más
tarde, tuve la emoción y la alegría de rencontrarlo
en “La sonámbula” y en “Piège
de lumière”; de estos ballets, mis recuerdos,
aunque fragmentarios, son aún más precisos,
pues yo había crecido algunos años.
La vida profesional de un danseur lo lleva a ser ante todo
un intérprete, pero también un coreógrafo,
un maestro de ballet y un profesor. En el mundo de la Danza,
la transmisión del conocimiento es esencial, y poder
trabajar con los grandes es un privilegio: yo lo tuve al
seguir varios años seguidos la enseñanza de
Wladimir Skouratoff, profesor exigente y transmisor incansable
de la técnica clásica, del estilo y del repertorio.
Es con él, durante sus cursos de adage
y repertorio, que aprendí los grandes pas de deux
del repertorio clásico: aquellos de Casse-Noisette,
Lac des Cygnes, Don Quichotte, Les sylphides; recuerdo también
haber trabajado ballets del repertorio contemporáneo,
como el Pas de Trois de Balanchine o Aubade de Lifar. Tuve
la suerte de que él demostrara todos los Pas de Deux
conmigo, y me siento a la vez emocionada y orgullosa de
poder decirlo: fueron momentos benditos en mi vida. El no
nos facilitaba las cosas, pero su exigencia no respondía
jamás al despotismo; él era siempre humano
y justo, lo que está lejos de ser el caso en esta
profesión... Al final de sus cursos, recuerdo la
ternura de su “¿los pies están bien?”
expresado con una sonrisa afectuosa a las bailarinas que
se liberaban de sus puntas con una prisa inversamente proporcional
¡al tiempo que habían pasado sobre las mismas!
Lo que le importaba sobre todo, era lograr
de nosotros que fuéramos más allá de
los pasos y que nos apegáramos ante todo a los personajes.
Al respecto, recuerdo una “cólera” que
tuvo causada por una bailarina que rehusaba apoyar su mejilla
contra la de su partenaire durante el 2º acto del Lago
de los Cisnes. En ese momento, el príncipe envuelve
al cisne blanco entre sus brazos y lo mece delicadamente.
“Pero finalmente, tú no estás en la
vida real; tú eres Odette, debes dejarte ir: ¡no
te pasará nada!”
Durante sus cursos, pude apreciar qué
clase de partenaire era. Con frecuencia los jóvenes,
aún aquellos que no son principiantes, olvidan sostenerte
después de una pirouette o te encierran de tal forma
que no puedes hacer más nada; no me refiero a la
respiración cortada o a los cardenales debidos a
una presión muy fuerte de sus dedos. El tenía
unas manos increíblemente ligeras, te sostenía
de manera casi impalpable. Tenía una manera sorprendente
de mantener el equilibrio de un arabesque, con un roce ligero
de sus dedos o de la muñeca.
En sus clases, él no hablaba demasiado,
prefería el gesto a las palabras, lo que desorientaba
a algunos alumnos acostumbrados a que se les “machaque”
el trabajo nombrando los pasos al mismo tiempo que se los
muestra. El mostraba más que explicaba, sugería
el movimiento; nosotros debíamos descifrarlo, apresarlo
al vuelo.
Durante el aprendizaje de los pas de deux,
sobre todo en los pasajes en donde el partenaire está
detrás de la bailarina, según los requerimientos
de la coreografía, él “dictaba”
uno tras otro los encadenamientos de pasos, lo cual no era
fácil, pero, a pesar de todo, no recuerdo haberme
equivocado con frecuencia; de esta forma, pienso que, habiendo
estado él mismo habituado a trabajar y a asimilar
rápidamente, junto a coreógrafos como Serge
Lifar, contaba con una absoluta concentración de
la bailarina.
Supongo que sus partenaires debían
apreciar la seguridad que podían encontrar en un
compañero tan seguro y tan respetuoso en poner a
la bailarina siempre por delante de sí mismo. En
lo que me concierne, yo estaba tan fascinada y maravillada
de trabajar con él, que le tenía una confianza
absoluta. Un día, me pidió ponerme en arabesque
sobre puntas, luego me susurró en el oído
“déjate ir”: en el instante siguiente,
me encontraba con la cabeza abajo, la pierna elevada en
arabesque vertical, impulsada a un vertiginoso giro doble,
luego enderezada de golpe para terminar en “poissson”
antes de haber podido decir uf!
Día tras día, el bailarín
toma su clase, la barra, el centro, para las bailarinas
las puntas. Pero muy raramente lo hace solo; necesita la
confrontación con sus semejantes y el ojo vigilante
del profesor. Pero hay clases y clases: las de Wladimir
Skouratoff están entre las mejores. Su barra es simple
y completa, no demasiado larga; uno sale de ella recalentada
y no agotada por ejercicios complicados que impiden concentrarse
en la preparación muscular. Desde los pliés,
él da un cuidado muy especial a los ports de bras,
a la cabeza, a la espalda. El estilo y, sobre todo, el respeto
por la música animan su enseñanza. El centro
responde a las mismas exigencias. Sus encadenamientos invocan
a lo que es más puramente clásico, aquellos
que dan al bailarín la capacidad de progresar. Es
un profesor ideal, como una no tiene siempre la suerte de
encontrar.
No habiendo tenido oportunidad de formar
parte de una compañía en la cual él
fuera maestro de baile, no puedo hablar de él como
tal, pero conozco a muchos bailarines que lo harían
con placer y gratitud.
He querido con este pequeño texto
testimoniar la admiración y el afecto que profeso
por un artista que, de alguna manera, me ha acompañado
de diferentes formas desde mi infancia. Él forma
parte de los artistas-faro de su generación,
y soy feliz de haber podido decirlo.
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